Cuando, en diferentes estaciones, los colegas locales de Tansykbáyev venían a saludarle y le traían –quién por amistad, quién por norma del servicio– toda clase de comida y bebida para el viaje, Abutalip incluso se alegraba: así le quedaba menos tiempo para martirizarle con interrogatorios. Que se regalara durante el viaje. En la estación de Kyzyl-Ordá, los colegas dispensaron a Tansykbáyev una acogida especialmente alegre: trajeron al vagón un plato humeante cubierto con una toalla blanca. Los guardias, que también tomaban parte en el convite, iban y venían por el pasillo, tras la puerta: « yasi kabirga! –dijo uno de ellos a media voz, satisfecho–. ¡Qué aroma! En la ciudad no hay nada semejante. ¡Es carne de la estepa!».

Por el borde de la ventanilla enrejada, Abutalip vio a Tansykbáyev cuando salía a despedirse al andén con la guerrera echada sobre los hombros. Los hombres formaban círculo, robustos, bien cebados, seleccionados, con gorras de astracán y caras resplandecientes de rojas mejillas, sonrientes, gesticulando animadamente y soltando la carcajada al unísono –posiblemente con motivo de un chiste– mientras sus bocas vertían un ardiente vapor en el aire helado y los tacones crujían, seguramente, sobre la fina capa de nieve. La policía, siempre alerta, no permitía el acceso a aquella parte, a la cabeza del convoy, pero junto al vagón especial estaban ellos, los amigos de Tansykbáyev, solos, contentos, seguros, felices, y a nadie le importaba que cerca de allí, en el departamento celular, languideciera un hombre encarcelado gracias a sus esfuerzos, un hombre que no era un ladrón, ni un violador, ni un asesino, sino por el contrario un hombre honrado y decente que había sufrido la guerra y el cautiverio, y no había profesado otra fe que la del amor a sus hijos y a su esposa, y que veía en este amor el sentido principal de su vida. Pero necesitaban tener encerrado precisamente a ese hombre –que no formaba parte de ningún partido del mundo y que por ello no juraba nada ni confesaba nada– para que el pueblo trabajador pudiera vivir feliz...

Después de Kyzyl-Ordá vinieron los lugares conocidos y queridos. Caía la tarde. Zigzagueando lentamente por los nevados valles brillaba el Syr-Daria, y pronto, ya en la puesta del sol, se divisó en medio de la estepa el mar de Aral. Al principio, el mar daba razón de su existencia con algún recoveco lleno de juncos, con el borde lejano del agua limpia, con alguna islilla, pero pronto Abutalip vio las olas sobre la arena húmeda casi junto al ferrocarril. Era sorprendente ver todo esto en un solo instante: la nieve, la arena, las piedras de la orilla, el mar azul bajo el viento, un rebaño de camellos pardos en una península pedregosa, y todo esto bajo un cielo muy alto con las dispersas manchas blancas de las nubes.

Abutalip recordó que Burani Yediguéi era natural del mar de Aral, que Kazangap recibía paquetes de pescado curado del mar de Aral –que tanto les gustaba– enviado por pescadores conocidos a través de los conductores de los trenes de mercancías, y sintió inquietantes punzadas y dolores en su corazón: no quedaba ya mucho hasta el apartadero de Boranly-Buránny, sólo una noche de viaje; alrededor de. las diez de la mañana, o un poco más tarde, el tren de pasajeros, con el vagón especial en cabeza del convoy, silbaría al pasar velozmente junto a las casitas de Boranly, arañadas por los vientos, junto a los cobertizos y corrales de camellos vallados con punzante ramaje, dejaría tras de sí un camino que huía veloz y desaparecería de la vista. Llegaría y se marcharía. Con tantos trenes como pasaban de oriente a occidente y de occidente a oriente, ¿le sugeriría el corazón a Zaripa que Abutalip pasaba por allí aquella mañana en dirección a occidente, en el departamento celular del vagón especial? ¿Sentirían los niños en su alma algo inexplicable y alarmante que les impulsaría a contemplar, en aquella hora precisa, el tren que pasaba? Oh Creador, ¿por qué la gente ha de vivir tan dura y amargamente? El sol de febrero ya se eclipsaba, se apagaba a lo lejos como una fría franja de púrpura rojiza entre el cielo y la tierra, empezaba a anochecer y a extenderse gradualmente la noche invernal. Se diluían en el crepúsculo las visiones fugaces, se encendían las luces de las estaciones. Y el tren se abría camino serpenteando hacia las profundidades de la noche esteparia...

Abutalip Kuttybáyev estaba inquieto, no podía dormir. Encerrado en el departamento forrado de chapa, se sentía nervioso, iba de un rincón a otro, suspiraba, y una y otra vez pedía ir al retrete sin necesidad, provocando la irritación del vigilante. Éste ya le había avisado varias veces entreabriendo la portezuela del departamento:

portezuela del departamento:

–¿Qué agitación es ésa, detenido? ¡No está permitido! ¡Siéntate pacíficamente!

Pero Abutalip no era capaz de tranquilizarse, y al final suplicó al guardia:

–Oye, centinela, te lo ruego, dame algo para dormir o me moriré. ¡Palabra de honor! ¿De qué os serviré muerto? Dile a tu jefe de qué le voy a servir muerto. ¡De verdad, no puedo dormir!

Por extraño que parezca (el motivo de tal solicitud lo comprendió Abutalip a la mañana siguiente), el vigilante fue al departamento de Tansykbáyev y trajo dos tabletas de somnífero, y sólo entonces, después de tomarlas, Abutalip se aletargó en mitad de la noche, aunque no consiguió conciliar un verdadero sueño. Bajo el monótono golpeteo de las ruedas y el zumbido del viento en el exterior, figurábase en su duermevela que corría delante de la locomotora, que corría hasta no poder más, jadeando roncamente, temeroso de caer bajo las ruedas, mientras el tren volaba tras él a todo vapor. Aquella noche loca corría de tal modo por las traviesas, delante de la locomotora, que no parecía un sueño, tan terrible y verosímil era. Quería beber, tenía la garganta seca. Y la locomotora le perseguía iluminando con los faros ardientes el camino que tenía por delante. Corría entre los raíles mirando tensamente la ventisca que le rodeaba, echando ojeadas a los lados, clamando, llamando lastimeramente: «Zaripa, Daúl, Ermek, ¿dónde estáis? ¡Corred a mí! ¡Soy yo, vuestro padre! ¿Dónde estáis? ¡Responded!». Nadie respondía. Por delante la furia de las oscuras tinieblas; por detrás, le daba alcance la retumbante locomotora, dispuesta a destrozarlo y aplastarlo; y no tenía fuerzas para escapar, para ocultarse de la locomotora que le perseguía, cada vez más cerca, pisándole los talones... Y esto empeoraba su estado: el miedo y la desesperación aherrojaban sus movimientos, las piernas le desobedecían, la respiración se le cortaba...

Por la mañana temprano, Abutalip, pálido y abotagado, estaba ya junto a la ventanilla enrejada contemplando la estepa con la chaqueta acolchada sobre los hombros. Fuera, todo estaba aún frío y oscuro, pero la tierra iba aclarándose gradualmente, la mañana cobraba fuerza.

El día prometía ser nuboso, posiblemente con nieve, aunque en el cielo se veían algunos claros...

Sí, habían llegado ya a las tierras de Sary-Ozeki, nevadas en invierno, cubiertas de montones de nieve, pero que el ojo atento podía reconocer por sus perfiles –colinas, barrancos, poblados, los primeros humos sobre los tejados– conocidos por viajes anteriores. Aquellos techos ajenos, con humo invernal saliendo por las chimeneas, le parecían familiares. Pronto debía llegar la estación de Kumbel, y de allí, en unas tres horas, el apartadero de Boranly-Buránny. Podía decirse que estaba muy cerca; hasta aquí, hasta estos lugares, viajaban Yediguéi y Kazangap en camello cuando era necesario: funerales, bodas... En esta hora temprana, por ejemplo, alguien iba montado en un camello pardo con una gran gorra de pieles, un gran gorro de orejeras de piel de zorra, y Abutalip se pegó a la reja: y si fuera alguno de los suyos... ¿Y si, por alguna razón, Yediguéi se encontrara allí con su Karanar? No le costaría nada recorrer un centenar de kilómetros en su poderoso camello, que corría como deben de correr las jirafas en algún lugar de África...


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