Sin darse cuenta, Abutalip cedió a las exigencias de su estado de ánimo y empezó a prepararse como si debiera bajar del tren. Se calzó las botas un par de veces, se enrolló incluso las bandas de los pies, recogió las cosas en la mochila. Y se dispuso a esperar. Pero no podía quedarse sentado: consiguió que la escolta le permitiera lavarse en el retrete antes de la hora establecida, y de nuevo, al volver al departamento, no sabía en qué ocuparse.
El tren corría por las estepas de Sary-Ozeki... Abutalip permanecía sentado con las manos juntas, estrechadas entre las rodillas, intentando calmarse. Sólo de vez en cuando se permitía mirar por la ventanilla.
En la estación de Kumbel el tren hizo una parada de siete minutos. Allí todo era familiar. Incluso los trenes de mercancías y de pasajeros que se cruzaban con el suyo en las vías de esta estación, y que luego partían en diferentes direcciones, le parecían queridos y familiares, pues hacía poco que habían pasado por Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos y su esposa. Eso bastaba para que amara aun a los objetos inanimados.
Mas he aquí que su tren se puso de nuevo en camino, y mientras iba a lo largo del andén, mientras salía de los límites de la estación, Abutalip tuvo tiempo de contemplar las caras de los habitantes del lugar, que le parecían conocidas. Sí, sí, no había duda que los conocía, que conocía a estos habitantes de Kumbel que acababa de ver, sí, y ellos con toda seguridad conocían a los antiguos habitantes de Boranly, a Kazangap, a Yediguéi y a sus hijos, pues el hijo de Kazangap, Sabitzhán, había sido alumno de la escuela local y ahora estudiaba en el instituto...
Dejando atrás las vías de la estación, el tren iba adquiriendo velocidad y corría cada vez más deprisa. Abutalip recordó el día que estuvo allí con los críos en busca de sandías, el que fue en busca del árbol de Año Nuevo y por otros diversos asuntos...
Casi no tocó la comida que le dieron por la mañana. Pensaba continuamente que faltaba muy poco para llegar al apartadero de Boranly-Buránny, un par de horas y pico, y temía que nevara, que se levantara la ventisca, y entonces Zaripa y los niños estarían en casa, y naturalmente no los vería ni siquiera de lejos...
«Dios mío –pensaba Abutalip–, déjate de nieve por esta vez. Espera un poco. Tiempo tendrás después para ello. ¿Me oyes? ¡Te lo suplico!» Hecho un ovillo, embutiendo las manos juntas entre las rodillas, Abutalip intentaba concentrarse, hacer acopio de paciencia, recluirse en su interior para no obstaculizar su petición, para esperar lo que había pedido al destino: ver por la ventanilla del vagón a su esposa y a sus hijos. Y si ellos pudieran verle... Por la mañana, cuando se lavaba en el retrete con un guardia tras la puerta, se había mirado en el verdoso espejo colocado encima de la pila y había advertido que estaba pálido y amarillo como un difunto, ni en el cautiverio estuvo tan amarillo, y tenía canas, y sus ojos ya no eran los mismos, estaban apagados de dolor, y profundas arrugas rayaban su frente... Y en realidad, no cabía pensar aún en la vejez... Si le vieran sus hijos Daúl y Ermek, o su esposa Zaripa, difícilmente lo reconocerían, se asustarían, quizá. Pero luego con toda seguridad se alegrarían, y le bastaría volver con la familia, encontrar la paz junto a los niños y la esposa, para volver a ser de nuevo como antes...
Mientras pensaba en estas cosas, Abutalip iba mirando por la ventanilla. De nuevo un lugar conocido: unas colinas con una depresión en medio. En otro tiempo había soñado con ir allí con los niños de Boranly, para que se hartaran de correr de colina a colina, como de ola en ola, chillando alegremente.
En aquel momento retumbó con decisión la llave de la puerta del departamento celular, se abrió de par en par, y en el umbral aparecieron dos guardianes.
–¡Ven al interrogatorio! –ordenó el de más autoridad. –¿Cómo al interrogatorio? ¿Para qué? –se le escapó a Abutalip involuntariamente.
Uno de los guardias, perplejo, incluso se acercó a él: no fuera que estuviera enfermo:
–¿Qué significa «para qué»? ¿No lo comprendes? ¡Que vengas al interrogatorio!
Abutalip, desesperado, bajó la cabeza. Se habría precipitado por la ventanilla sin reflexionar, la habría roto como una piedra lanzándose hacia fuera, pero en la ventana había una reja... tuvo que someterse. Era evidente que no vería, pegado a la ventana, lo que tanto ansiaba ver. Abutalip se levantó lentamente como el hombre que lleva una pesada carga y, acompañado por el guardia, fue al departamento de Tansykbáyev como quien va a la horca. Pese a todo, centelleaba fugazmente una última esperanza: había por delante hora y media de camino, quizá el interrogatorio terminara antes. Era la única esperanza que le quedaba. Hasta el departamento de Tansykbáyev no había más que cuatro pasos. Abutalip empleó largo tiempo en recorrer estos cuatro pasos. El otro ya le esperaba.
–Entra, Kuttybáyev, charlaremos, trabajaremos –dijo Tansykbáyev manteniendo la severidad en el rostro y en la voz, aunque, pese a ello, acariciándose satisfecho la cara recién afeitada, frotada con agua de colonia. Y fijó en Abutalip sus ojos penetrantes–. Siéntate. Te permito que te sientes. Será más cómodo para ti y para mí.
Los guardias se quedaron tras la puerta cerrada, dispuestos a presentarse inmediatamente a la primera llamada. Matar a Ojos de Halcón era imposible. Aunque por ninguna parte se veían botellas ni vasos, Ojos de Halcón, como es natural, no desdeñaba beber cuando se presentaba la ocasión. Lo atestiguaba el olor a vodka y a entremeses que reinaba en el departamento.
Por su parte, el tren seguía su marcha como antes, cortando con su movimiento la estepa de Sary-Ozeki, y cada vez quedaba menos camino hasta el apartadero de Boranly-Buránny. Tansykbáyev no tenía prisa, releía sus notas, revolvía sus papeles. Abutalip no podía contenerse, languidecía, y en pocos minutos se encontró desfallecido, tan dura era para él esta llamada al interrogatorio. Y dijo a Tansykbáyev:
–Estoy esperando, ciudadano jefe.
Tansykbáyev levantó asombrado los ojos:
–¿Estás esperando? –preguntó desconcertado–. ¿Qué esperas?
Espero el interrogatorio. Las preguntas...
–¡Ah, conque es eso! –Tansykbáyev alargó las palabras ahogando la sensación de triunfo que se encendía en él–. Bueno, eso no está mal, Kuttybáyev, te diré una cosa: no está nada mal que un acusado, por propia iniciativa, como suele decirse, por propia voluntad, arrepentido, espere el interrogatorio para responder a la encuesta... O sea, que tienes algo que decir, tienes algo que descubrir a los órganos de la investigación. ¿No es así? –Tansykbáyev comprendió que aquel día era conveniente llevar de este modo el interrogatorio, cambiando el tono amenazador por otro de falsa benevolencia–. O sea que ya eres consciente –prosiguió– de cuál es tu culpa, y deseas ayudar a los órganos de la investigación en su lucha contra los enemigos del régimen soviético aun en el caso de que tú mismo hayas sido uno de estos enemigos. Lo importante es que para todos nosotros, tú incluido, el régimen soviético sea ante todo lo más apreciado, más que el padre y la madre, aunque, naturalmente, cada uno lo apreciará a su manera –hizo una pausa, satisfecho, y añadió–: Siempre he pensado que eras un hombre sensato, Kuttybáyev. Siempre he tenido la esperanza de que tú y yo encontraríamos un lenguaje común. ¿Por qué guardas silencio?