–No lo sé –respondió vagamente Abutalip–, no comprendo de qué soy culpable –añadió mirando a hurtadillas la ventanilla del vagón. El tren corría con energía, y la estepa de Sary-Ozeki huía para atrás bajo el sombrío cielo a una velocidad de vértigo, como en el cine mudo.
–Te diré una cosa. Seremos sinceros –continuó Tansykbáyev–. Si te llevamos como un rey en un vagón especial no es por casualidad. No se suele hacer porque sí. Por un quítame allá esas pajas no se lleva a la gente en un departamento aparte. Por lo tanto, eres una persona importante en el sumario. Mucho es lo que depende de ti. Y tienes una responsabilidad especial. Piénsalo. Piénsalo y no poco. Y ahora escucha lo que voy a decirte. Avanzada la noche llegaremos a Orenburg, es decir, a Chkálov. Nos están esperando. Es el primer punto. Allí, sabes, viven dos de tus cómplices: Aleksandr Ivánovich Popov y el tártaro Jamid Seifulin. Ambos se encuentran ya bajo arresto. Por cierto, gracias a tus declaraciones. Y ambos han confesado que estuvieron presos contigo en Baviera y que luego os fugasteis juntos, por cierto en extrañas circunstancias: por alguna razón, sólo vuestra brigada consiguió huir de la cantera, en esto todavía hemos de atar cabos. Luego trabajasteis en Yugoslavia. Ambos han declarado que estuvisteis en el encuentro con la misión inglesa. Sabes muy bien de qué estoy hablando. Lo has escrito en tus memorias. Hay que confesar que están escritas de un modo muy curioso. Sabemos que Popov era el espía residente y Seifulin su sustituto, su mano derecha. Naturalmente, tú, Kuttybáyev, no eras el primer violín en la red de espionaje, por esto se aliviará tu suerte si cooperas en la investigación.
–¿Qué red de espionaje? Ya he dicho que no los he visto desde el año cuarenta y cinco, desde que terminó la guerra –intervino Abutalip.
Esto no importa. No importa nada. No era necesario verse personalmente, cara a cara. Alguien actuaba de enlace. Bueno, ese amante de la verdad, por ejemplo, ese Yediguéi Zhangueldín, ¿no viajaba a Orenburg o a alguna otra parte? Pues bien, pudo ser que os relacionarais a través de alguien. Piénsalo.
–Si digo que Yediguéi iba a Orenburg en su camello, ¿será suficiente? –no pudo contenerse Abutalip.
–Ya vuelves a las andadas, Kuttybáyev. Te estoy tratando con mucha consideración, pero tú ya me haces ascos. La resistencia sólo puede perjudicarte. Por lo que respecta a Yediguéi puedes estar tranquilo. Si es necesario lo detendremos, camello incluido. Si quieres que no lo toquemos no te andes con rodeos durante el careo.
La locomotora dio una larga y fuerte señal al tren que venía a su encuentro. Su poderoso silbido pasó penosamente por el corazón de Abutalip. Cada vez quedaba menos tiempo hasta el apartadero de Boranly-Buránny. El curso de los razonamientos de Ojos de Halcónhorrorizaba a Abutalip. Con una fuerza como aquélla nada había imposible en el país. Pero en aquel momento lo que más agobiaba a Abutalip era la extraordinaria locuacidad que se había apoderado de Tansykbáyev, el cual no se disponía a terminar el interrogatorio.
–Muy bien –rompió el silencio Tansykbáyev apartando los papeles y levantando los ojos hasta Abutalip–. Estoy seguro de que nos comprenderemos, en ello estriba tu salvación. El careo en Orenburg determinará lo principal: o cooperas conmigo o haré que lo lamentes cuando te impongan una reclusión cuádruple, o quizá la horca. Tú ya comprendes el porqué de las cosas. Llegaremos hasta el mismo Tito, al que servisteis todos estos años. El propio Iósif Vissariónovich estará al tanto de los procesos. Nadie quedará sin castigo, vamos a extirparlos implacablemente. De modo que, amigo mío, da gracias al destino de que yo no te quiera mal. Pero tú también debes corresponder. ¿Comprendes de lo que estoy hablando?
Abutalip callaba. Contaba mentalmente, con el frío en el corazón, los minutos que faltaban para llegar al apartadero. Por lo visto no tendría ocasión de ver a los suyos ni siquiera por la ventanilla. Este pensamiento le taladraba el cerebro.
–¿Por qué te callas? Te he preguntado si sabías de lo que te estaba hablando –inquirió Tansykbáyev.
Abutalip asintió con la cabeza. Naturalmente, comprendía de lo que le estaban hablando.
–¡Bueno, así debiste hacerlo hace tiempo! –Tansykbáyev interpretó el movimiento de cabeza como signo de aceptación, se levantó, se dirigió a Abutalip y hasta le puso la mano sobre el hombro–. Ya sabía que eras un buen mozo nada tonto, que encontrarías el verdadero camino. O sea, que estamos de acuerdo. No te quepa la menor duda. Hazlo todo como yo te diga. Lo más importante es que no te pongas nervioso en el careo, mírales a los ojos y dilo todo tal como es. Popov es espía residente desde mil novecientos cuarenta y cuatro, reclutado por el espionaje inglés, antes de su repatriación estuvo en una reunión con el propio Tito, tiene una tarea a largo plazo para el caso de que haya agitación. Es todo, con esto basta. Bien, y por lo que respecta al tártaro Seifulin, pues lo siguiente: Seifulin es la mano derecha de Popov. Es todo, con esto basta. El resto lo haremos nosotros. Haz esta declaración y no tengas dudas. Nada te amenaza. Absolutamente nada. No te fallaré. Las cosas son así. Con los enemigos gastamos pocas palabras, a los enemigos los liquidamos. Pero con los amigos cooperamos, les hacemos una rebaja. Recuérdalo. Y recuerda también que soy poco amigo de bromas. ¿Por qué estás tan pálido? Pareces sudoroso, ¿qué te pasa, te encuentras mal? ¿Hace demasiado calor aquí?
–Sí, me siento mal –dijo Abutalip venciendo un ataque de mareo y náusea, como si le hubiera intoxicado una comida en mal estado.
–Bueno, si es así, no te retengo más. Ve a tu celda y descansa hasta Orenburg. Pero en Orenburg que estés tieso como un palo. ¿Lo has comprendido? Que no haya vacilaciones durante el careo. Nada de «no recuerdo, no sé, lo he olvidado» y demás... Expónlo todo tal como es y basta. Lo demás no debe preocuparte. El resto lo haremos nosotros. Eso. Ahora no vamos a escribir nada, ve a descansar, y en el resumen del careo de Orenburg ya firmaremos los papeles como es debido. Firmarás tus declaraciones. Y ahora ve. Considero que nos hemos puesto de acuerdo en todo –con estas palabras Tansykbáyev envió a Abutalip a su departamento-celda.
A partir de este momento empezó para Abutalip una vida un tanto especial, como una nueva etapa. Le parecía que el tren había acelerado la marcha. Ante la ventanilla pasaban fugaz e impetuosamente lugares muy conocidos; hasta Boranly-Buránny faltaban contados minutos. Era preciso tranquilizarse, dominarse y esperar, estar preparado para cualquier eventualidad que se le presentara, pero ante todo era preciso medir la velocidad del tren. «Conviene que el tren vaya más lentamente», pensó Abutalip, como conjurando a cierta fuerza, y pronto advirtió, o por lo menos se lo pareció, que el tren disminuía su velocidad: el irritante centelleo de la ventana había cesado. Y entonces se dijo: «¡Todo ocurrirá como yo pida!», y se tranquilizó un poco, dejó de jadear; se dispuso a esperar pegado a la ventanilla enrejada.
El tren, efectivamente, se acercaba al apartadero de BoranlyBuránny, donde la marginación empujara a Abutalip, donde se aclimatara y donde soñara pasar las adversidades de la historia mientras crecían sus hijos. Pero tampoco esto se realizaría. La familia había quedado abandonada al arbitrio de la suerte, y él pasaba ahora por su lado en un vagón celular.