– Sí, señor; lo tengo todo transcrito y corregido.

– Puesto que la situación se estaba deteriorando por momentos, el presidente necesitaba de nuevo a El Viejo. Y dado que no podían recuperarle, ellos… quiero decir, el presidente, decidió buscar a un hombre que se hubiera identificado al máximo con Hoover. Y acudió a mí. Jamás ha tenido que arrepentirse. Muy al contrario. Ya le dije, ¿no?, cómo hace un mes el presidente me llamó aparte y me dijo: «Vernon, ni siquiera J. Edgar Hoover hubiera podido lograr lo que usted ha logrado.» Ésas fueron sus palabras textuales.

– Lo recuerdo -dijo Young-. Fue todo un homenaje.

– Bueno, Young, no deseo que esta parte del libro sea un homenaje a mi persona. Quiero que sea un homenaje a El Viejo, para que los lectores comprendan por qué le respetaba y qué es lo que aprendí de él.

– Sí, esta semana he estado leyendo muchas cosas acerca de Hoover.

– Olvídelo. Esos malditos periodistas jamás se mostraron justos con él, sobre todo al final. Preste atención a lo que yo le diga y entonces averiguará la verdad.

– Así lo haré, señor.

– Anote cuidadosamente lo que ahora voy a decirle para que no haya errores.

– Tengo el magnetófono en marcha, señor. No hace falta escribirlo…

– Ah, sí, lo había olvidado. Bueno, pues escúcheme con atención. Fue J. Edgar Hoover quien introdujo el profesionalismo en el obligado cumplimiento de la ley. Se libró de la imagen del policía Keystone, que por otro lado no es que fuera mala, quede claro, y consiguió que el público nos respetara. El FBI fue creado bajo Teddy Roosevelt por el secretario de Justicia Charles Bonaparte. Éste había nacido en los Estados Unidos pero era nieto del hermano menor de Napoleón. Le sucedieron un puñado de directores que o bien fueron mediocres o bien pésimos. El último antes de que El Viejo accediera al cargo fue William J. Burns, un tipo espantoso. Según Harlan Fiske Stone, bajo Burns el FBI se convirtió en un servicio secreto privado por cuenta de las corrompidas fuerzas que dominaban el gobierno. De ahí que Stone, un año antes de que accediera al cargo de presidente del Tribunal Supremo, eligiera a un muchacho de veintinueve años llamado J. Edgar Hoover para dirigir la Oficina. Hoover había ocupado con anterioridad un puesto de bibliotecario en el gobierno. Cuando accedió al cargo de director, el FBI sólo disponía de seiscientos cincuenta y siete funcionarios. Al morir, el número de empleados se había elevado a veinte mil. Creó el laboratorio criminal, los archivos de huellas dactilares, la academia de adiestramiento de Quantico, el Centro Nacional de Información Criminal, con sus computadoras y sus casi tres millones de expedientes. Todo eso lo hizo El Viejo. Y bajo su mandato, al igual que bajo el mío, ningún agente del FBI se vio jamás mezclado en ningún crimen o corrupción. Ya es algo.

– Desde luego -convino Young.

– Fíjese en lo que hizo J. Edgar Hoover -dijo Tynan terminándose el queso-. Consiguió apresar a John Dillinger, a Floyd Niño Bonito, a Alvin Karpis, a Ametralladora Kelly, a Nelson Cara de Niño, a Ma Barker, a Bruno Hauptmann, a los ocho saboteadores nazis que desembarcaron de submarinos, a Julius y Ethel Rosenberg, a Klaus Fuchs, a los ladrones de Brink a James Earl Ray… la lista ocuparía un par de kilómetros.

Veinte kilómetros, pensó Ishmael Young. Pensó en los «triunfos» que Tynan había pasado oportunamente por alto. Durante buena parte de su carrera Hoover había hecho caso omiso de la Mafia, negándose a creer en su existencia. Hasta 1963, cuando Valachi decidió hablar, no reconoció Hoover la existencia del crimen organizado. Acorralado ante esta prueba de la Mafia, Hoover jamás se refirió a la misma llamándola por su nombre, prefiriendo en su lugar el eufemismo de Cosa Nostra. Sus defensores afirmarían que Hoover había ignorado la Mafia por temor a que los bajos fondos corrompieran y sobornaran a sus agentes tal como solían hacer con la policía local, estropeándole con ello su historial exento de escándalos. Los cínicos insistirían en que había evitado hurgar en el sindicato del crimen por temor a que el tiempo invertido en las prolongadas investigaciones a este respecto se tradujera en un descenso en su promedio de estadísticas criminales.

Ishmael Young pensó en otros «triunfos» de Hoover que Tynan había soslayado impecablemente. Hoover había dicho que el doctor Martin Luther King era «un notorio embustero», y había intervenido su teléfono con el fin de grabar detalles de su vida sexual. Hoover había llamado «medusa» al ex secretario de Justicia Ramsey Clark. Hoover había calificado al padre Berrigan y a otros activistas católicos antibelicistas de secuestradores y conspiradores, antes de que sus casos hubieran sido presentados al gran jurado. Hoover había despreciado a los puertorriqueños y a los mexicanos insistiendo en que las personas de estas dos nacionalidades «no podían proceder con lealtad». Hoover había instalado aparatos de escucha en los domicilios de los congresistas y de los defensores no violentos de los derechos civiles y de la paz. Incluso había realizado investigaciones acerca de un muchacho de catorce años de Pennsylvania que había deseado acudir a un campamento de verano de la Alemania del Este y acerca de un jefe de boyscouts de Idaho que había manifestado el propósito de irse a acampar con sus muchachos a Rusia.

Ishmael Young recordó un artículo de Pete Hamill que había leído. «En el transcurso de los últimos treinta años, no ha habido en este país un elemento más subversivo que J. Edgar Hoover. Este hombre destruyó la fe en nosotros mismos, nuestra creencia en una sociedad abierta, nuestras esperanzas de que los hombres y las mujeres pudieran vivir en un país libre de policía secreta, de vigilancia oculta, de persecución a causa de las ideas políticas.» Hubieran podido comentar todas aquellas cosas, pero Young sujetó la lengua.

– Y le revelaré una pequeña faceta personal de J. Edgar Hoover que muy pocas personas conocen -estaba diciendo Tynan-. Yo siempre digo que pueden averiguarse muchas cosas acerca de un ser humano a través de la forma en que éste trata a sus padres. Pues bien, Hoover vivió con su madre, Anna Marie, hasta los cuarenta y tres años. Un hombre así por fuerza tiene que ser un hombre honrado.

O, por lo menos, un caso para Freud, pensó Young.

– Y permítame referirle una anécdota que le dará una idea de por qué era respetado El Viejo y, sobre todo, de por qué le respetaba yo. Cuando J. Edgar Hoover cumplió los setenta años, se ejerció mucha presión sobre el presidente Lyndon Johnson para que le ordenara dimitir. El presidente Johnson, y esto le honra, dijo que no, que jamás le diría que se fuera. Alguien le preguntó por qué y el presidente contestó: «¡Prefiero tenerle dentro de la tienda meando hacia afuera que fuera de la tienda meando hacia adentro!» ¿Qué le parece? -Tynan se dio una palmada en el muslo y soltó una áspera carcajada.- ¿No lo encuentra gracioso?

– Desde luego -contestó Young en tono dubitativo.

– No sé sin incluir la anécdota en mi libro.

– Oh, sí -dijo Young rápidamente-. Es una anécdota muy divertida. Cuantas más anécdotas se incluyan, mejor.

– Tal vez pueda usted escribir que el presidente Johnson me lo dijo a mí -añadió Tynan haciendo un guiño-. Nadie podrá saber que no es cierto. Johnson ha muerto. Hoover ha muerto. ¿Quién nos iba a contradecir?

– Johnson podría habérselo dicho a usted -dijo Young-. Creo que podríamos escribirlo así. De este modo, la anécdota adquiere más fuerza.

– Sí, escríbalo así, Young. Ya sabrá usted cómo hacerlo. Y también podría poner otra cosa. Es un sueño que tuve hace cosa de una semana. Soñé que J. Edgar desde allá arriba me envidiaba de muerte. Me envidiaba porque yo había conseguido dar con la gran solución del crimen en Norteamérica: la Enmienda XXXV, y ello iba a ser como una especie de monumento a mi persona y él hubiera deseado tener esa oportunidad. Y entonces yo le decía que en cierto modo el mérito de la Enmienda XXXV le correspondía tanto como a mí, puesto que sin él yo no hubiera podido ser director del FBI en estos momentos. -Tynan le dirigió a Young una sonrisa.- Éste fue mi sueño. ¿Qué le parece?


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