Antes de que Young tuviera ocasión de contestar que le parecía estupendo, o cualquier otra cosa, sonó el zumbador del teléfono del escritorio.
Sorprendido, Tynan se levantó rápidamente y se dirigió hacia el escritorio.
– ¿Quién puede ser? Espero que Beth me diga que es el presidente. -Descolgó el aparato.- ¿Sí, Beth? -Escuchó.- ¿Harry Adcock? Bueno, dígale que si no puede esperar. ¿Qué es eso tan importante? -Escuchó con atención.- ¿Baxter qué? ¿El asunto de la Santísima Trinidad…? Ah, sí, ya, ya, aquello de Collins. Muy bien, dígale a Harry que hablaré con él dentro de un minuto.
Colgó de nuevo el aparato y pareció como si reflexionara. Al final, se apartó lentamente del escritorio, y entonces se percató de la presencia de Ishmael Young y se sobresaltó.
– Usted… Había olvidado que estaba usted aquí. ¿Ha escuchado la conversación?
– ¿Cómo? -preguntó Young fingiendo estar despistado y sin dejar de estudiar su lista de preguntas.
– Nada -repuso Tynan tranquilizado-. Me temo que se ha presentado un asunto urgente. Seguimos gobernando el país, ¿sabe? Lamento tener que acortar la entrevista esta vez, Young, pero le concederé media hora de más la semana que viene. ¿De acuerdo?
– No faltaba más. Lo que usted diga, señor…
Mientras apagaba obedientemente el magnetófono y se guardaba los papeles en la cartera, Young decidió pasar de nuevo la última parte de la cinta en cuanto llegara a casa. ¿Qué era lo que el director no había querido que él escuchara? Algo relacionado con el deseo de Harry Adcock de hablar inmediatamente con él a propósito de Baxter -es decir, el ex secretario de Justicia que había sido enterrado el día anterior- y del asunto de la Santísima Trinidad -aquello tal vez fuera un nombre en clave, a no ser… a no ser que fuera la iglesia de la Santísima Trinidad de Georgetown- y de lo de Collins. Es decir, de Christopher Collins. ¿Cuál podía ser la importancia de todo aquello? Decidió archivar cuidadosamente las distintas piezas de lo que tal vez resultara ser un interesante rompecabezas. Tal vez estas piezas, junto con algunas otras, le facilitaran una mejor imagen de las actividades de Tynan.
Cuánto le gustaría averiguar algo acerca de Tynan, pensó mientras cerraba la cartera, algo que pudiera compensar y posiblemente anular lo que Tynan había averiguado acerca de él. Algo que le permitiera verse libre de aquel cochino compromiso.
Respirando dificultosamente, se levantó y cruzó la estancia, mientras Tynan abría la segunda de las puertas del despacho. Tynan aguardó con la puerta abierta.
– Creo que no ha sido una mala sesión -dijo Tynan alegremente-. La de la semana que viene será todavía mejor. Empezaremos con lo que yo aprendí de El Viejo, y charlaremos de algunas de las aportaciones de Vernon T. Tynan al FBI. ¿Qué le parece?
– Magnífico -repuso Ishmael Young-. Ardo en deseos de empezar.
Pero, ¿qué demonios tendrían que ver, pensó, un difunto secretario de Justicia, una iglesia católica de Georgetown y un asunto de Collins con el gobierno de una nación?
Tal vez si se lo dijera a Collins éste pudiera decírselo a él. Tal vez Collins le debiera en tal caso un favor.
O tal vez, pensó Young, en beneficio de la propia salud le conviniera olvidar por completo lo que había escuchado.
– No me pase ninguna llamada -ordenó Tynan a través del teléfono interior- a no ser que proceda de la Casa Blanca. -Giró en su asiento y miró a Harry Adcock, que se encontraba sentado en un sillón frente al escritorio.- Bien, Harry, ¿de qué se trata?
– Hemos realizado una investigación acerca del sacerdote, del padre Dubinski, de la iglesia de la Santísima Trinidad. No se ha descubierto nada de importancia. Sólo una cosa de hace tiempo. Estuvo mezclado en cierta ocasión en un asunto de drogas, en Trenton, pero la policía lo dejó correr. No obstante…
Tynan se irguió en su sillón giratorio.
– Es más que suficiente. Vaya y écheselo en cara, y entonces ya veremos…
– Ya lo he hecho, jefe -dijo Adcock rápidamente-. He acudido a verle a última hora de esta mañana. Hace poco que he regresado.
– Bueno, ¿qué ha dicho, maldita sea? ¿Ha escupido la confesión de Noah?
Harry Adcock procedía ordenada y cronológicamente en todos sus relatos. Jamás daba respuestas desordenadas al modo en que los periodistas suelen escribir sus reportajes, porque consideraba que ello conducía a distorsiones, omisiones y malentendidos. Tynan no había tenido más remedio que aceptar esa costumbre, y así lo estaba haciendo ahora. Tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre el escritorio y esperó.
– He telefoneado al padre Dubinski esta mañana a primera hora; me he identificado y le he dicho que tenía que llevar a cabo una investigación acerca de un asunto relacionado con la seguridad del gobierno -dijo Adcock-. Le he visto en la rectoría exactamente a las once y cinco. Me he identificado, le he mostrado la placa y se ha dado por satisfecho. A petición mía, hemos hablado a solas.
– ¿Qué clase de hombre es?
– Cabello oscuro ondulado, rostro enjuto y moreno, tal como usted ya sabe. Mide metro setenta de estatura. Cuarenta y cuatro años de edad. Lleva en la iglesia de la Santísima Trinidad unos doce años. Un hombre extremadamente frío y tranquilo.
– Prosiga, Harry.
– No he perdido el tiempo. Le he dicho que había llegado a nuestro conocimiento que había sido el confesor del coronel Noah Baxter el día en que éste falleció. Le he dicho que teníamos entendido que Baxter no había hablado con nadie más que con él, es decir, con el padre Dubinski, antes de morir. Le he preguntado si ello era cierto. Ha contestado que sí. Adcock rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre doblado con algunas anotaciones.- He tomado algunas notas acerca de la conversación mientras volvía hacia acá. -Adcock las revisó.- Ah, sí, el padre Dubinski me ha preguntado si habíamos obtenido esta información a través del secretario de Justicia Christopher Collins. Yo he contestado que no.
– Muy bien.
– Después yo le he dicho: «Tal como usted debe de saber, padre, el coronel Baxter estaba al corriente de algunos de los más altos secretos del gobierno. Cualquier cosa que tuviera que decirle a alguien no perteneciente al gobierno hallándose enfermo o sin el pleno uso de sus facultades revestiría un extremado interés para la Oficina. Hemos estado intentando seguir la pista de ciertos datos que han trascendido a propósito de una cuestión de la máxima seguridad y nos resultaría muy útil saber si el coronel Baxter habló de ellos con usted». Después he añadido: «Nos gustaría conocer sus últimas palabras, las palabras que le dijo a usted.» -Adcock levantó la mirada.- El padre Dubinski me ha contestado: «Lo siento. Sus últimas palabras fueron en confesión. La confesión es sagrada. En mi calidad de confesor del coronel Baxter, no puedo revelarle a nadie sus últimas palabras. Lamento no poder hacer nada por usted.»
– El muy bastardo -musitó Tynan-. ¿Y qué le ha dicho usted?
– Le he dicho que no teníamos la pretensión de que revelara el contenido de una confesión a una persona en particular. Se trataba, por el contrario, de una información solicitada por el gobierno. Él me ha contestado inmediatamente que la Iglesia no tenía ninguna obligación para con el gobierno. Me ha recordado la separación entre la Iglesia y el estado. Yo representaba al estado, me ha dicho, y él representaba a la Iglesia. La potestad de uno no podía inmiscuirse en los asuntos de la otra. Me he percatado de que no llegaríamos a ninguna parte y he decidido mostrarme más duro.
– Estupendo, Harry. Así está mejor.
– Le he dicho… bueno, no recuerdo exactamente las palabras, pero le he dicho que, a pesar del alzacuello, no estaba por encima de la ley. Es más, le he dicho, habíamos averiguado que en cierta ocasión había tenido algo que ver con la ley.