– Deseaba… deseaba dar una vuelta por las instalaciones. -Collins estuvo tentado de mostrarle la documentación que le identificaba como secretario de Justicia de los Estados Unidos, pero lo pensó mejor. Hubiera podido correr la voz de que había participado en aquella empresa quimérica, en aquella estupidez, y no quería hacer el ridículo.- Pertenezco al gobierno… Departamento de Justicia de Washington.

– Necesita un pase para poder entrar. A no ser que traiga consigo alguna autorización del Pentágono o de la Marina…

– Pues no… -dijo Collins con un hilo de voz.

– Lo lamento pero no puedo franquearle la entrada sin un permiso especial -dijo Nordquist-. Se trata de una zona restringida.

– ¿La Marina ha dicho usted?

– Eso no es ningún secreto -dijo el encargado-. Se trata de una rama del Proyecto Sanguine. Llamada MBF. ¿No tiene conocimiento de ella?

– No… no estoy muy seguro.

– MBF, Muy Baja Frecuencia. Una instalación de la Marina de los Estados Unidos: un sistema de comunicación para ponerse en contacto con los submarinos sumergidos. Si lee usted los periódicos, debiera saberlo.

– Durante mi gira de inspección no he estado muy al tanto de algunas noticias. De todos modos, me da la impresión de que me he equivocado de lugar.

– Eso parece, señor. Pero vuelva con una autorización y gustosamente le mostraremos las instalaciones.

– Bien, gracias de todos modos.

Observó alejarse al hombre. Después, sintiéndose perfectamente ridículo y manejado, regresó lentamente hacia Josh, que le estaba aguardando junto al automóvil.

Procuró no mostrarse resentido con su hijo. Procuró contenerse. Le explicó la situación, repitiéndole exactamente lo que Nordquist le había dicho.

– Ya lo has visto -dijo al final-. Ahora puedes decirle a Pierce y a todos tus amigos que están completamente equivocados. Se trata de unas instalaciones de la Marina y nada más.

Josh no quería darse por vencido.

– Por Dios, papá, no pensarás que iban a llamarlo campo de detención, ¿verdad? ¿Qué son todos esos barracones o prisiones? -preguntó obstinadamente.

– Nadie ha dicho que sean prisiones.

– El personal de la Marina no necesita de esta clase de instalaciones. Sigo preguntándome, ¿por qué la atalaya? ¿Por qué la alambrada electrificada? ¿Por qué tanto secreto?

– Él me ha dicho que no era ningún secreto. Se ha escrito acerca de ello en los periódicos.

– No me sorprende. Mira, papá, disponemos de muy buenas fuentes. Lo que ocurre es que no quieres enterarte de lo que el presidente y el FBI se proponen hacer. Estás haciendo el primo.

– Tal vez el que esté haciendo el primo seas tú -dijo Collins dirigiéndose al automóvil-. Anda, ven, volvamos a la civilización.

Durante el largo viaje de regreso ambos guardaron silencio.

Sólo cuando ya se encontraban en el Aeropuerto Metropolitano de Sacramento y estaban a punto de despedirse -él volvería a Los Ángeles y su hijo regresaría a Berkeley vía Oakland- Collins esbozó una sonrisa y rodeó con el brazo los hombros de Josh.

– Mira -le dijo-, no me opongo a que seas activista. Me enorgullezco de que te preocupes tanto por las cosas. Pero tienes que andarte con pies de plomo cuando hagas alguna acusación. Tienes que estar muy seguro de los hechos antes de divulgarlos.

– Estoy completamente seguro de éste -dijo Josh.

La obstinación del muchacho resultaba exasperante. Haciendo un esfuerzo, Collins consiguió no perder el buen humor.

– Bueno, bueno. ¿Y si yo te demostrara que lo que hemos visto es un auténtico proyecto de la Marina? Si te lo pudiera demostrar, ¿quedarías convencido?

Una sonrisa iluminó por primera vez el rostro de Josh.

– Me parece muy bien. Si tú me lo demuestras, papá, reconoceré que estaba en un error. Pero tienes que demostrármelo.

– Te doy mi palabra de que lo haré. Ahora será mejor que suba a ese avión: Tengo que reunirme con un miembro de la Asamblea del estado que sustenta tu misma opinión. Pero también tendrá que demostrarme ciertas cosas.

Al llegar al hotel Beverly Hills procedente de Los Ángeles, y una vez hubo anunciado su llegada, apenas le dio tiempo a que le llevaran el equipaje a su bungalow de tres habitaciones, situado en la parte de atrás, y a asearse rápidamente y cambiarse de camisa, y salió a toda prisa. Estaba citado con el asambleísta del estado Olin Keefe en el hotel Beverly Wilshire a las diez en punto y ya eran las diez y cinco.

Su guardaespaldas Oakes, que había sustituido a Hogan, le estaba aguardando junto a la puerta del bungalow, y ambos avanzaron rápidamente por los tortuosos senderos que conducían al hotel, atravesaron el vestíbulo y salieron a la calle dirigiéndose hacia donde se encontraba esperando el Lincoln Continental. En un momento cruzaron el boulevard Sunset y se dirigieron al boulevard Wilshire, deteniéndose cinco minutos más tarde frentea la entrada del hotel Beverly Wilshire.

Una vez en el interior, tras haberle preguntado a la telefonista el número, telefoneó a la suite de la cuarta planta e inmediatamente Keefe se puso al aparato.

– ¿Ha cenado usted? -le preguntó Keefe.

– Apenas he tomado un bocado en todo el día. Y en el avión que me ha traído hasta aquí tampoco es que haya comido demasiado. ¿Me está ofreciendo algo?

– En efecto. Ahora mismo lo pido.

– Simplemente un bocadillo de queso y jamón con un té caliente, sin limón. Subo ahora mismo.

– Le esperamos.

A Collins no se le pasó por alto el plural. Le habían inducido a creer que se reuniría a solas con Keefe. Ahora Keefe se encontraba en compañía de otra persona, si bien era posible que se tratara de su esposa.

Al entrar en el pequeño salón de Keefe, Collins se encontró no ante una sino ante dos personas desconocidas levantándose para saludarle, sin que ninguna de ellas fuera la esposa del miembro de la Asamblea del estado.

El afable Keefe, con su rostro de querubín iluminado por una sonrisa, vestía una chaqueta deportiva a cuadros y unos pantalones de gabardina. Estrechó con entusiasmo la mano de Collins y le acompañó inmediatamente junto a sus amigos.

Espero que no le importe, señor Collins, pero me he tomado la libertad de invitar a dos de mis colegas de la Asamblea del estado. Puesto que hemos tenido la suerte de poder gozar de su presencia, he pensado que cuantos más fuéramos mejor… tanto para usted como para todos nosotros.

– Me parece muy bien -dijo Collins algo desconcertado.

– Le presento al asambleísta Yurkovich. -Yurkovich era un joven muy serio, de ceño fruncido, con un tic nervioso en un ojo y un poblado bigote de color herrumbre.- Y éste es el asambleísta Tobias, un veterano de la Asamblea.

Tobias era un hombre de corta estatura, castaños ojos saltones y vientre abultado.

– Venga, siéntese en el sillón dijo Keefe dirigiéndose a Collins-. Tengo la impresión de que necesitará estar lo más cómodo posible.

A Collins tales palabras se le antojaron un presagio de mal agüero. Se acomodó en el sillón, convino en que le sentaría muy bien un whisky con hielo y se encendió un cigarrillo mientras el anfitrión le preparaba la bebida.

– El bocadillo se lo subirán en seguida -dijo Keefe-. Debe usted sentirse muy cansado… en avión todo el día, y además el cambio de horario… Procuraremos no entretenerle demasiado. Empezaremos en seguida.

– Por favor -dijo Collins aceptando el vaso y bebiendo un trago.

Los otros dos se hallaban acomodados en el sofá. Keefe acercó una silla a la mesita y tomó asiento frente a Collins.

– Se trata de algo muy importante para todos los que nos hallamos reunidos en esta habitación, usted incluido -dijo Keefe-. Es posible que ello le abra los ojos, si bien tengo entendido que nuestro amigo común, el senador Paul Hilliard, ya le dijo algo al respecto la semana pasada.

– Sí, desde luego -dijo Collins tratando de recordar. Habían ocurrido tantas cosas desde la cena con Hilliard… Además, se sentía agotado. Para él, era la una de la madrugada, según el horario de Washington. Ingirió nuevamente un buen trago de whisky en la esperanza de que le espabilara-. Sí, deseaba que hablara con usted acerca de ciertas… ciertas discrepancias en relación con las estadísticas criminales correspondientes a California. ¿Es eso?


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