—¿Que no se lo diga a Eric? —se mofa sin querer escucharme—. Es lo primero que voy a hacer en cuanto lo vea... Si él no quiere venir, que no venga, pero yo desde luego voy a verte sí o sí.

—Yo no lo quiero ver, Frida. Estoy muy enfadada con él.

—¡Venga ya, por Dios! ¡A ver si ahora vas a ser tú peor que él! Mira que si mañana se acaba el mundo como dicen los mayas y no lo vuelves a ver más... ¿Lo has pensado?

El comentario me hace reír, aunque reconozco que he pensado en esa posibilidad.

—Frida, el mundo no se va a acabar. Y en cuanto a Eric, una persona que desconfía de mí y que se enfada conmigo sin dejar que me explique no es lo que quiero en mi vida. Además, ya estoy harta de él. Es un gilipollas.

—¡Oh, Dios! Efectivamente eres peor que él. Pero vamos a ver, ¿tan tontos sois los dos que no veis que estáis hechos el uno para el otro? Pero bueno..., queréis dejar a un lado vuestro maldito orgullo y daros la oportunidad que os merecéis. Que él es cabezón, ¡sí! Que tú eres cabezona, ¡sí! Pero ¡por el amor de Dios, Judith, tenéis que hablar! Te recuerdo que pensabais mudaros en breve a vivir a Alemania. ¿Lo has olvidado ya? —Y sin darme tiempo a decir nada más, afirma—: Bueno, tú déjame a mí. Hasta el sábado, Jud.

Y con un extraño dolor en el estómago por lo que he ido escuchando, me despido.

3

Pasa el viernes, ¡y el mundo no se acaba! Los mayas no acertaron.

El sábado me despierto muy pronto. Estoy agotada por mi trabajo de camarera, pero ¡es lo que hay! Miro por la ventana.

¡No llueve!

¡Bien!

Saber que Eric está a pocos kilómetros de donde me encuentro y que puede haber alguna posibilidad de que lo vea me inquieta en exceso. No comento nada en casa. No quiero que esto los altere y, cuando llegan el Bicharrón y el Lucena con el remolque de la moto y mi padre monta junto a Jesús, sonrío, divertida.

—¡Vamos, morenita! —grita mi padre—. Ya está todo preparado.

Mi hermana, mi sobrina y yo salimos de casa con la bolsa de deporte donde llevo mi mono de correr, y al llegar al coche me alegro al ver aparecer a Fernando.

—¿Te vienes? —pregunto.

Él, jovial, asiente.

—Dime cuándo he faltado yo a una de tus carreras.

Nos dividimos en dos coches. Mi padre, mi sobrina, el Bicharrón y el Lucena van en un coche, y mi hermana, Jesús, Fernando y yo, en otro.

Cuando llegamos a El Puerto de Santa María nos dirigimos al lugar donde se va a celebrar el evento. Está a rebosar de gente, como todos los años. Tras hacer la cola para comprobar la inscripción y que le den un número de dorsal, mi padre regresa feliz.

—Eres el número 87, morenita.

Le dedico un gesto de asentimiento y miro a mi alrededor en busca de Frida. No la veo. Demasiada gente.

Compruebo mi móvil. Ni un solo mensaje.

Me encamino con mi hermana hacia los improvisados vestuarios que la organización ha dispuesto para los participantes. Aquí me quito mis vaqueros y me pongo mi mono de cuero rojo y blanco. Mi hermana me coloca las protecciones de las rodillas.

—Judith, algún año le tendrás que decir a papá que esto ya no lo haces —asevera—. No puedes seguir dando saltos sobre una moto eternamente.

—¿Y por qué no, si me gusta...?

Raquel sonríe y me da un beso.

—También tienes razón. En el fondo admiro la guerrera marimacho que hay en ti.

—¿Me acabas de llamar marimacho?

—No, cuchufleta. Me refiero a que esa fuerza que tienes ya me gustaría tenerla a mí.

—La tienes, Raquel... —digo, y sonrío con cariño—. Aún recuerdo cuando tú participabas en las carreras.

Mi hermana pone los ojos en blanco.

—Pero yo lo hice dos veces —señala—. Esto no me va, por mucho que a papá le encante.

En efecto. Tiene razón. Aunque las dos hemos sido criadas por el mismo padre y las mismas aficiones, ella y yo somos diferentes en muchas cosas. Y el motocross es una de ellas. Yo siempre lo he vivido. Ella siempre lo ha sufrido.

Cuando salgo con mi mono, me encamino hacia donde me esperan mi padre y lo que se puede denominar mi equipo. Mi sobrina está feliz y, al verme, salta encantada. Para ella soy su ¡supertita! Me hago fotos con la niña y con todos, y sonrío. Por primera vez en varios días, mi sonrisa es abierta y conciliadora. Hago algo que me gusta, y eso se ve en mi cara.

Pasa un hombre vendiendo bebidas y mi padre me compra una coca-cola. Complacida, empiezo a tomármela cuando mi hermana exclama:

—¡Aisss, Judith!

—¿Qué?

—Creo que has ligado.

La miro con expresión jocosa, y acercándose a mí con comicidad, cuchichea:

—El corredor que lleva el dorsal 66, el de tu derecha, no para de mirarte. Y no es por nada, pero el tío está de toma pan y moja.

Curiosa, me vuelvo y sonrío al reconocer a David Guepardo. Éste me guiña el ojo, y ambos nos movemos para saludarnos. Nos conocemos desde hace años. Es de un pueblo de al lado de Jerez llamado Estrella del Marqués. A los dos nos apasiona el motocross y solemos coincidir de vez en cuando en algunas carreras. Hablamos durante un rato. David, como siempre, es encantador conmigo. Un bomboncito. Cojo lo que me entrega, me despido de él y regreso junto a mi hermana.

—¿Qué llevas en la mano?

—Mira que eres cotilla, Raquel —le reprocho. Pero al comprender que no me dejará en paz hasta que se lo enseñe, respondo—: Su número de teléfono, ¿contenta?

Mi hermana primero se tapa la boca y después suelta:

—¡Aisss, cuchu!, si vuelvo a nacer me pido ser tú.

Me echo a reír justo en el momento en que oigo:

—¡Judith!

Me vuelvo y me encuentro con la maravillosa sonrisa de Frida, que corre hacia mí con los brazos abiertos. La recibo con satisfacción y la abrazo, cuando me percato de que tras ella van Andrés y Eric.

—El mundo no se ha acabado —murmura Frida.

—Te lo dije —contesto, alegre.

¡Diosssssssss! ¡Eric ha venido!

El estómago se me encoge y, de pronto, toda mi seguridad comienza a esfumarse. ¿Por qué seré tan imbécil? ¿Acaso el amor nos hace volvernos inseguros? Vale..., en mi caso, rotundamente sí.

Sé lo que supone para Eric haber acudido a un evento como éste. Dolor y tensión. Aun así, decido no mirarle. Sigo enfadada con él. Tras besuquear a Frida, saludo con cariño a Andrés y al pequeño Glen, que está en sus brazos y, cuando le toca a Eric, articulo sin mirarle:

—Buenos días, señor Zimmerman.

—¡Hola, Jud!

Su voz me inquieta.

Su presencia me inquieta.

Todo él ¡me inquieta!

Pero saco las fuerzas que guardo en mi interior para momentos así, vuelvo la cabeza y digo a mi desconcertada hermana:

—Raquel, ellos son Frida, Andrés y el pequeño Glen, y él es el señor Zimmerman.

La cara de mi hermana y de todos es un poema. La frialdad que demuestro al referirme a Eric los desconcierta a todos menos a él, que me mira con su habitual gesto de mal genio.

En ese instante, aparece Fernando.

—Judith, sales en la siguiente manga —me advierte.

De pronto, ve a Eric y se queda parado. Ambos se saludan con un movimiento de cabeza, y yo miro a Frida.

—Tengo que dejaros. Me toca salir. Frida, soy la número 87. Deséame suerte.

Cuando me doy la vuelta, David Guepardo, el motero con el que he hablado antes, se acerca a mí y chocamos los nudillos. Me desea ¡suerte! Yo sonrío y, sin más, me alejo acompañada por Raquel y Fernando. Cuando estamos lo suficientemente lejos de los otros me dirijo a mi hermana, entregándole el papel que llevo en las manos:

—Grábame el número de teléfono de David en mi móvil, ¿de acuerdo?

Mi hermana asiente y lo coge.

—¡Ostras, cuchufleta! —profiere—. ¡Eric ha venidooooooooo!

Con gesto incómodo, a pesar de mi tonta alegría interior, ironizo:


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