En algunas ocasiones, ya he dicho —sólo en un par por entonces, que yo hubiera visto—, ese hombre al que no interpreto o no reduzco, sobre el que no consigo formarme idea clara ni vaga, bailó acompañado en contra de su costumbre, y fue con dos mujeres distintas, una blanca y otra negra o mulata (no lo supe bien, las luces bajas); pero también entonces pareció más atento a sí mismo y a su disfrute que a sus parejas, aunque a buen seguro lo complacía contar con ellas para variar el cuadro y poder cruzárselas y agarrarse o rozarse a lo largo del salón bien despejado, toda una zona o franja longitudinal sin muebles, es decir sin obstáculos, como si la tuviera libre a propósito para facilitarse los correteos. La blanca llevaba pantalones, fue una lástima; la negra, en cambio, falda que volaba y subía, y a veces no bajaba del todo luego, se quedaba enganchada en las medias unos instantes (bueno, medias enteras o como se llamen, que llegan a la cintura) hasta que un nuevo quiebro o una manotada distraída de ella zafaban la tela y la devolvían a las leyes de la gravedad censoras. Me gustó verle los muslos y fugazmente las nalgas, por eso me abstuve de usar los prismáticos, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido. La mujer blanca se fue tras la sesión danzante, la vi salir por el portal de la casa del hombre y montarse en su bicicleta (quizá los pantalones por eso, aunque tampoco hay que buscarles causa); la negra o mulata se quedó a dormir, eso creo; pararon tras bastante fiesta, y se apagaron las luces luego, y no la vi marcharse durante largo rato, era ya tarde y aún se había hecho más tarde cuando decidí acostarme para olvidarme de ella. Aquí en casa también se ha quedado alguna mujer, de vez en cuando, sobre todo en los iniciales meses de asentamiento y reconocimiento y tanteo: una ha vuelto, otra quiso volver y yo no estuve de acuerdo, la tercera ni se lo planteó, se desentendió ya del lance antes de que concluyera —sí, habían sido tres hasta aquel momento—, nada sé de ella o sabía entonces desde que desayunó en mi cocina, menos azorada que maquinal y rauda, como si estar allí tan de mañana no fuera con ella, una coincidencia de alojamiento, estaba prometida al hijo de un tipo importante con el que la chiflaba anunciar su inminente boda y la espantaba casarse con tanta inminencia, y que tal vez andaba llamándola ya desde la noche anterior o desde muy temprano, marcando y colgando y descolgando y marcando, aquel novio nervioso sin recibir respuesta o las del contestador y el buzón tan sólo, eso es inaguantable, llamar y llamar en vano, yo ya no aguantaba seguir probando con Luisa, qué haría, acaso habría descolgado porque tenía visita, quizá iba a quedarse alguien esa noche con ella, y la única forma de asegurarse de que mi lejana voz no interrumpiría o descentraría nada —se habría dado cuenta de que era jueves de pronto, decidida sobre la marcha la dilación de la visita: la lanza, la fiebre, mi dolor, el sueño, lo sustancial o insignificante— era acostar a los niños un poco antes de lo acostumbrado y dejar la noche entera el teléfono fuera de sitio, siempre se podría pretextar mañana un descuido.

Pero sólo el hombre adulador y aplicado se queda, al menos en esta fase, sólo el que hace méritos para instalarse y ocupar el hueco en la cama caliente sin aspirar a introducir ningún cambio, pues el esquema de su predecesor le parece de perlas y sólo ansia ser éste, aun si no lo sabe; el festivo y risueño se va o ni siquiera entra, nada quiere saber de compartir almohada más allá de las horas despiertas y activas; y el despótico y posesivo disimula mucho al principio, lleva buen cuidado de no parecer intruso, siempre espera a ser alentado y aunque lo sea declina las invitaciones primeras ('No te quiero complicar, sería para ti molestia, y quizá no estés segura de querer verme mañana sin habértelo preguntado antes'), se muestra deferente, respetuoso y aun precavido, procura que no le asome el menor rasgo invasor o expansivo, y no se entretiene o demora en el territorio ajeno hasta una fase tardía, precisamente porque planea adueñárselo entero y no se arriesga a levantar sospecha. Ése no se queda a dormir ni aunque se lo imploren, no al comienzo: ese se viste de arriba abajo otra vez pese a la hora y el desmadejamiento y el frío, y vence toda pereza —la de ponerse los calcetines de nuevo— y difiere toda avidez y todo apremio —no le importa que se condensen, la avidez y el apremio—; coge el coche o avisa a un taxi y se marcha de madrugada sin hacer ruido, también para empezar a ser añorado rápido, nada más cerrar la puerta a su espalda y abrir la del ascensor y dejar a la mujer desarreglada y ya tibia que regrese a su cama deshecha no acogedora, a sus sábanas arrugadas y al olor que aún no se ha ido. Si es ése el hombre, ese sujeto torcido que más adelante no la dejará respirar a sol ni a sombra y la aislará totalmente, y que a mí ni siquiera tendrá que hundirme ni cavarme más hondo porque mi recuerdo lo habrá suprimido con el primer terror y la primera súplica y la primera orden; si es ése su visita esta noche, entonces tal vez Luisa vuelva a colgar el teléfono cuando él ya se haya ido, tan trajeado como llegó y hasta con los guantes puestos, y quizá cuelgue al oír resonar en el portal y en la calle sus pasos ahora ruidosos y seguros y firmes, por el avance tan sostenido y firme que lo conduce a ella. Así que puede que deba insistir todavía, o intentarlo de nuevo más tarde, cuando decida por fin acostarme para olvidarme de ella, casi las once en Madrid y qué hago yo aquí tan lejos sin poder volver a dormir a casa, qué hago en otro país comportándome como un novio nervioso, o peor, como un enamorado insignificante, o peor, como un cortejador pobre diablo que se niega a enterarse de lo que ya sabe, que será rechazado siempre. Ya no es tiempo de esto, ya no es mi tiempo o mi tiempo ha pasado, tengo dos hijos desde hace mucho y a quien llamo es a su madre, hace lo suficiente para que mi pensamiento ya nunca se olvide de ellos y sean para mí niños eternos, por qué mi tiempo se ha volcado o por qué se ha quedado en suspenso, qué sentido tiene que me ponga nervioso con el pretexto de temer por el futuro posible que aguarda a los tres según quién me sustituya, que yo sepa todavía no hay nadie en camino o en esa vía, aunque si lo hubiera Luisa no tendría por qué contármelo, y menos aún sus encuentros ocasionales que de momento no llevan a inauguración ninguna, a quién ve o con quién sale y no digamos con quién se acuesta y a quién despide a la puerta de casa con una bata echada sobre el cuerpo acalorado y desnudo hasta hacía un instante, a quién dice adiós con un beso de acopio hasta la vez siguiente, o quizá es mortecino al término de una larga jornada, ya sin rastro de maquillaje y muy despeinada, con el pelo aniñado por los trajines de noche y día y con el cansancio visible en las ahondadas ojeras y en la piel tan mate, cuando ni el momentáneo contento del lance habido puede embellecer un rostro que sólo pide y tolera reposo y sueño, más sueño, y cesar por fin con los pensamientos. Tampoco yo le he contado de las tres mujeres que aquí han pernoctado, ni siquiera de una, de cuál, y para qué iba a hacerlo, ni siquiera de la que ha vuelto.

Los mendigos se han retirado tras apurar sus botines —son sólo un interregno de ceniza y sombra— y la plaza está casi vacía, la cruza alguien de vez en cuando, nadie es el último en ningún sitio, alguien cruza más tarde siempre. Hay luces en el hotel elegante y en unas cuantas viviendas, pero en mi campo visual no aparece ninguna figura, en este instante. El insondable bailarín de enfrente ha parado y ha apagado las suyas, empezó a hora tardía para aguantar ya mucho trote. Así que aquí me quedo yo solo como un novio o un enamorado, sustancial e insignificante, aquí me quedo despierto.

'¿Sí?' Descolgué el teléfono sin que sonara apenas, lo tenía tan a mano. Me salió contestar en español, llevaba un buen rato cavilando en mi lengua.


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