'Deza.' Así me llamaba Luisa algunas veces, por el apellido, cuándo quería hacerse perdonar o sacarme algo, también cuando se ponía de muy mal humor, por causa mía. 'Hola, habrás estado llamando, lo siento, mi hermana me ha tenido una hora al teléfono haciéndole de psiquiatra, está fatal con su marido y ahora me considera experta. Imagínate. Los niños ya están dormidos, lo lamento de veras, los acosté a su hora, la verdad es que no me he acordado de que era jueves hasta ahora mismo, al colgarle, ya sabes lo que sucede cuando uno ve claro lo que no ve el otro, se lo repite diez veces y se va exasperando, y también mi hermana, que en realidad quiere oír lo que se dice a sí misma y no lo que yo pueda entender, o aconsejarle. ¿Cómo estás?'
Sonaba muy fatigada y medianamente ausente, como si dirigirse a mí le fuera un último y añadido esfuerzo nocturno con el que no había contado, y como si todavía estuviera en la conversación con su hermana y no conmigo, si es que esa conversación había existido. Siempre es lo mismo, a diario y con cualquier persona, constantemente, en cualquier intercambio de palabras triviales o graves, uno puede creer o no creer lo que se le cuenta, no hay más opciones, demasiado pocas y demasiado simples, y así uno cree casi todo lo que se le dice, o si no lo cree se calla las más de las veces, porque si no todo se hace trabajoso y se enreda, y se avanza a trompicones y nada fluye. De modo que cuanto se emite queda como verdadero en principio, lo cierto como lo falso, a no ser que esto último resulte notorio, notoriamente falso. No era este el caso con Luisa ahora, lo que decía podía ser lo ocurrido o bien encubrir algo —otra conversación telefónica, una cena fuera al amparo de una canguro habladora, una demorada visita y su despedida, no era asunto mío, y qué más daba—, yo tenía que darlo por bueno, en realidad no debía ni preguntarme al respecto. Y además sí hay otra opción, todo está lleno de medias verdades, y todos nos inspiramos en la verdad para urdir o improvisar las mentiras, luego hay siempre en éstas algo de cierto, una base, el arranque, la fuente. Yo suelo saber, aunque no me atañan y no haya comprobación posible (y a menudo me traen sin cuidado, no me importan). Las detecto sin pruebas, pero por lo general me callo, a menos que se me esté pagando por señalarlas, como en mi época profesional de Londres.
'Bien', dije, y hasta esa palabra única era falsa. No tenía ganas de hablar apenas. Ni siquiera de preguntar por los niños, no habría novedades seguramente. Con todo, ella me hizo un resumen rápido, como para compensarme de no haber oído sus voces aquella noche: quizá por ese motivo me había llamado Deza, para hacerse perdonar su olvido que yo no le reprochaba, al fin y al cabo esos minutos con el niño y la niña al teléfono eran siempre rutinarios e idiotas, las mismas preguntas mías y parecidas respuestas de ellos, que no me preguntaban nada salvo cuándo iba a venir y qué cosas iba a traerles, luego un par de frases cariñosas y un par de bromas, todo envarado, la pena venía después en silencio, por lo menos la mía, era llevadera.
'Estoy completamente rendida', dijo Luisa para concluir. 'Ya no puedo más de teléfono, me voy a acostar en seguida.'
'Buenas noches. Veré de llamar el domingo. Descansa.'
Colgué o colgamos, yo también me sentí agotado y a la mañana siguiente me aguardaba buena tarea en la BBC Radio, aún trabajaba allí, ignoraba que por poco más tiempo. Mientras me desnudaba para acostarme me acordé de una tontería que le había preguntado una vez a Luisa mientras se desnudaba para acostarse hacía mil años, al poco de nacer el niño, cuando aún no me había acostumbrado a su existencia del todo, o a su omnipresencia. Le había preguntado a Luisa si creía que el niño viviría siempre con nosotros, mientras fuera niño o muy joven. Y ella había respondido con sorpresa y con leve impaciencia: 'Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?' E inmediatamente había añadido: 'Si no nos pasa nada'. '¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo un poco ido o desconcertado, como solía estarlo en aquel tiempo. Estaba casi desnuda. Y su contestación había sido: 'Nada malo, quiero decir'. Ahora el niño era todavía niño y no vivía con nosotros sino con ella tan sólo, y con nuestra niña nueva a la que también habría tocado vivir siempre así, con nosotros. Tenía que habernos pasado algo malo, entonces, o quizá no a los dos, sino a mí. O bien a ella.
Tupra resultó ser en primera instancia o en una fiesta un hombre cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molestaba, sino que hacía que se lo mirara con ligera ironía y con instintivo y leve afecto también. Era inequívocamente inglés pese al apellido tan raro, mucho más Bertram que Tupra: sus gestos, su entonación, sus alternativos agudos y graves en una misma parrafada, su balanceo suave sobre los talones con las manos juntas a la espalda cuando estaba de pie, su inicial timidez impostada, allí se adopta a menudo como mero signo de educación, o como preliminar declaración de renuncia a todo avasallamiento verbal —muy inicial fue la suya, quiero decir que la timidez no le duró más allá de las presentaciones—; y, con todo, algo de sus orígenes extranjeros remotos o rastreables pervivía en él —quizá eran paternos sin más—, tal vez aprendido sin deliberación y con naturalidad en su casa y no borrado del todo por el barrio y la escuela, ni siquiera por la Universidad de Oxford en la que había estudiado, que aporta tantos amaneramientos y modismos del habla y tantas actitudes excluyentes y distintivas —parecen casi contraseñas o cifras—, no poca soberbia y hasta algunos tics faciales en los casos de mayor y más denodada asimilación al lugar —o es más bien a una vieja leyenda—. Ese algo tenía que ver con cierta dureza de carácter o cierta permanente tensión, o acaso era una vehemencia postergada, subterránea, cautiva, impaciente siempre por quedar sin testigos —o con los de confianza tan sólo— para emerger y manifestarse. No sé cómo decir, no me habría extrañado que Tupra, cuando estuviera a solas u ocioso, bailara como loco por su habitación, con pareja o sin ella pero probablemente con mujer a mano, saltaba a la vista que le gustaban con desmesura (y cuando eso se da en Inglaterra se hace muy patente, por contraste con la simulación dominante), no sólo la que estuviera con él sino casi cualquiera y aunque fuese de edad ya madura, era como si tuviera la capacidad para verlas en su anterioridad, cuando eran sólo jóvenes o quién sabía si niñas, para adivinarlas retrospectivamente y lograr, con aquel ojo suyo que sondeaba el pasado, que el pasado se hiciera otra vez presente durante el tiempo en que él se avenía a escrutarlo y lo rescataba, y que las mujeres en proceso de encogerse o de marchitamiento o de sustraerse recuperaran ante él salacidad y vigor (o no era más que fulgor: el alocado chisporroteo efímero, más aún que la llama, de un fósforo tras ser rascado). Lo más notable era que no sólo conseguía que así sucediera a sus ojos, sino también a los de los demás, como si su visión se hiciera contagiosa cuando la relataba, o, de otra manera, como si nos persuadiera y nos enseñara a ver lo que él sí veía al instante y nosotros no habríamos percibido nunca sin su concurso y sus descripciones y su índice que lo señalaba.
Esto lo observé ya en la cena fría de Sir Peter Wheeler y claro está que después, con más conocimiento de causa. Después me di cuenta, de hecho, de que su perspicacia para las biografías ya medio escritas y los trayectos medio recorridos alcanzaba a todo el mundo en general, mujeres y hombres, aunque las primeras lo estimularan y conmovieran mucho más. En la fiesta de Wheeler se presentó acompañado de la que había anunciado a éste como su nueva novia, una mujer diez o doce años más joven que él y que parecía ver en Tupra y en la situación cualquier cosa menos novedad: prodigaba sonrisas a los de apariencia más rica y los rozaba sin visible querer, y se esforzaba por atender a las conversaciones como si estuviera interpretando un consabido papel y consultando mentalmente el reloj (y lo miró un par de veces sin aparente cooperación mental). Era alta y hasta más de la cuenta sobre sus bien amaestrados tacones, con piernas fuertes y sólidas como de norteamericana y una belleza algo caballuna en el rostro, agraciados rasgos pero amenazante mandíbula y dentadura compacta de piezas en exceso rectangulares, tanto que al reír se le doblaba el labio superior hacia arriba hasta casi desaparecer —si no reía estaba mejor—. Olía bien con aroma propio, una de esas mujeres cuyo ácido y grato olor original —muy sexuado, olor corporal— prevalece sobre los agregados, sería sin duda eso lo que a su novio excitara más (exhibidos muslos aparte).