– No, lo siento, señor. He probado en varias bandas. Nada hasta el momento, señor.

¡Malditos africanos! Regresó a la sala de pésimo humor. Revisó los números, y… sí, allí estaban. Los observatorios habían registrado el aumento de positrones de forma progresiva. Llevado por una intuición pidió al ordenador que buscara alguna relación entre los tiempos de diferencia de registro y las posiciones entre los satélites.

¡Coincidía! Los satélites con mayor separación angular de la línea Tierra-Luna habían registrado los positrones antes que los más cercanos. Aquello significaba que un haz de positrones a la velocidad de la luz barría el espacio acercándose a la Tierra.

Sintió un escalofrío de aprensión. Se trataba de radiación de antimateria. Y un frente de antipartículas que avanzaba hacia ellos, bueno, haría horas que ya habrían llegado a las capas altas de la atmósfera terrestre. ¿Sería ésa la causa de que la radio no funcionase?

Pidió al ordenador los últimos datos de los satélites.

Jomeini L-4/78 no responde…

Al-Kindi L-5/34 no responde…

Al-Farabi L-5/12 no responde…

– ¿Qué sucede? -se preguntó en voz alta. El ordenador no dijo nada-. Creía que las emisiones por satélite eran microondas, inmunes a las interferencias.

– Así es, señor.

– ¿Recibes alguno de los satélites lagrangianos?

– De Khayyam L-5/7, señor.

– Bien, hazme un volcado de datos.

La pantalla empezó a llenarse de números. Los ojos de Alí se abrieron con profundo horror.

¡Dios misericordioso!

El recuento de positrones aumentaba en progresión geométrica. Los números cambiaban ante sus ojos: 30064, 60312, 120463, 240393, 480880, 961227… tan enormes que el ordenador empezó de pronto a imprimirlos en forma exponencial: 1.92E+6, 3.85E+6 7.70E+6, 1.54E+7, 3.08E+7, 6.17E+7, 1.23E+8, 2.47E+8,4.93E+8,9.85E+8,1.98E+9,3.95E+9,7.88E+9…

¡Ocho mil millones de positrones por minuto y centímetro cuadrado!

¡Y seguía aumentando! De repente se interrumpió.

– ¿Qué sucede? -gritó de nuevo, esta vez al borde del pánico.

– He perdido el contacto con Khayyam L-5/7, señor.

Alí se volvió hacia una de las ventanas. Un fuerte resplandor penetraba por ella desde el exterior, a través de la cortina. Observó el reloj en un gesto mecánico. Las cuatro, faltaban dos horas para que amaneciera.

Poco a poco, con paso temeroso, se acercó a la ventana; subió la persiana, abrió la doble hoja…

Los cielos estaban en llamas.

El cristal de la ventana crujió… se combó hacia dentro… y estalló. Los fragmentos volaron hacia él como vampiros sedientos de sangre, mordiendo con saña su rostro y pecho.

Pero el desastre ya había empezado en todo el hemisferio. A Mohamed Alí ni tan siquiera le cupo la gloria de ser el primero en morir.


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