– No se preocupe. Delante de Stevens puede usted hablar tranquilo, se lo aseguro.
Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retira dos, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.
A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones dcl tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento. Nuestro primer ministro de entonces, Lloyd George, organizó en aquellos días un gran congreso que se celebraría en Italia, en la primavera de 1922, por lo que la primera intención de mi señor fue organizar una reunión en Darlington Hall con el fin de garantizar que dicho acontecimiento tuviese un resultado positivo, pero, a pesar de todos los esfuerzos de mi señor y de sir David, el plazo previsto para la reunión resultó demasiado corto. La conferencia planeada por mister Lloyd George también quedó en el aire, siendo éste el motivo que impulsó a mi señor a organizar un gran encuentro que tendría lugar en Suiza durante el año siguiente.
Recuerdo una mañana, más o menos a esta misma hora, en que le llevé el café a Lord Darlington al salón donde siempre desayunaba. Al abrir el Times me dijo con tono de desagrado:
– Son los franceses. De verdad, Stevens, son los franceses.
– Sí, señor.
– Y que el mundo nos vea como grandes amigos… Al pensarlo le entran a uno ganas de llorar.
– Sí, señor.
– La última vez que estuve en Berlín, el barón Overath, un buen amigo de mi padre, me dijo: «¿Por qué nos hacen esto? ¿No ve que así no podemos seguir?». Y le aseguro que bien tentado me vi de decirle que todo era culpa de esos miserables franceses. Y me habría gustado hacerle ver que los ingleses no actuábamos así, pero claro, me imagino que esas cosas no se pueden hacer. No se puede hablar mal de nuestros queridos aliados.
El hecho de que Francia fuese el país más reacio a eximir a Alemania de las duras cláusulas del tratado de Versalles hacía mucho más urgente la necesidad de invitar al encuentro de Darlington Hall a algún caballero francés con verdadera influencia en la política exterior de su país. Y, efectivamente, en varias ocasiones le oí decir a mi señor que, a su juicio, sin la participación de una persona así, la cuestión alemana podía convertirse en un simple tema anodino de conversación. Sir David y mi señor se dispusieron, por tanto, a abordar la última fase de los preparativos. Cualquiera que hubiese contemplado la firme resolución y la perseverancia que supieron mostrar ante los repetidos desengaños, se habría sentido verdaderamente empequeñecido. De Darlington Hall salieron innumerables cartas y telegramas, y mi señor hizo tres viajes a París en sólo dos meses. Finalmente, quedó confirmado que un muy ilustre caballero francés, al que llamaré monsieur Dupont, asistiría a la reunión de un modo estrictamente «extraoficial». Entonces fue cuando se fijó la fecha de la conferencia, a saber, marzo de 1923, una fecha memorable.
A medida que se acercaba aquella fecha, las responsabilidades que vi pesar sobre mí, aunque más modestas que las que debía sobrellevar mi señor, eran, no obstante, de gran trascendencia. Por mi parte, sabía muy bien que si un solo huésped se sentía mínimamente incómodo en Darlington Hall las repercusiones que podría tener eran de una magnitud inimaginable. Mi labor se complicaba, además, por el hecho de que desconocía el número de las personas que asistirían. Dado que el encuentro era de alto nivel, se había limitado el número de participantes a catorce distinguidos caballeros y dos damas: una condesa alemana y la formidable mistress Eleanor Austin, que por aquella época aún vivía en Berlín. Resultaba imposible, sin embargo, saber a ciencia cierta el número exacto de personas que vendrían, porque era de suponer que cada uno de los invitados traería consigo a secretarios, ayudas de cámara e intérpretes. Era natural, además, que algunos de los asistentes llegasen a Darlington Hall unos días antes de los tres reservados para el encuentro, con el fin de preparar el terreno y tantear a las distintas partes. El problema era, de nuevo, que no se sabían las fechas de su llegada. Estaba claro, por tanto, que la servidumbre no sólo tendría que esforzarse al máximo y estar siempre alerta, sino que también tendría que mostrarse extraordinariamente flexible. Durante un tiempo, llegué a pensar que para vencer este enorme reto que se nos avecinaba sería necesario contratar a personal de fuera, aunque esta opción, aparte de los recelos que podía despertar en mi señor de cara a los posibles rumores, implicaba que yo, por mi parte, debía contar con una serie de incógnitas en unas circunstancias en las que el menor error podía costar muy caro. Así, empecé a planear lo necesario para los días que se acercaban, del mismo modo, supongo, que un general planifica sus batallas. Concienzudamente ideé un plan especial que permitiera a la servidumbre responder a todos los imprevistos que pudiesen surgir. Analicé todas las deficiencias de nuestro personal y elaboré una serie de planes con los que poder subsanar estas carencias en caso de que saliesen a la luz. Llegué incluso a pronunciar ante los criados todo un discurso «edificante» al estilo militar, haciendo hincapié en la idea de que, aunque tuviesen que trabajar a un ritmo extenuante, debían sentirse muy orgullosos de ofrecer sus servicios durante los días venideros. «Probablemente serán días que harán historia», les dije. Y sabiendo que no soy una persona que guste de elocuentes exageraciones, entendieron muy bien que se avecinaba algún acontecimiento importante.
Imaginarán ustedes cuál era el ambiente que reinaba en Darlington Hall el día en que mi padre se cayó enfrente del cenador, cuando no faltaban más que dos semanas para que, en principio, llegase el primer asistente al encuentro, y a qué me estaba refiriendo al decir que no había tiempo para «andarnos por las ramas». En cualquier caso, mi padre descubrió enseguida un sistema para vencer las limitaciones que la orden de no transportar bandejas cargadas suponía para él. Así, la silueta de mi padre arrastrando un carrito repleto de fregonas, artículos de limpieza, cepillos dispuestos sin ningún orden, pero muy pulcramente, junto a teteras, tazas y platillos, un carrito que a veces más bien semejaba el de un vendedor ambulante, se convirtió en una imagen habitual en la casa. Naturalmente, hubo de renunciar al derecho de servir en el comedor, aunque el disponer del carrito le permitió seguir cumpliendo con buen número de funciones. De hecho, conforme se iba acercando la fecha del encuentro, fue operándose en mi padre un cambio sorprendente. Era como si una fuerza sobrenatural se hubiese apoderado de él y le hubiese quitado veinte años de encima. El rostro hundido que había mostrado en días anteriores casi había desaparecido, y todas sus tareas las realizaba con tal ímpetu que, a los ojos de un extraño, habríase dicho que, en lugar de una sola, eran varias las siluetas con carritos que recorrían los pasillos de Darlington Hall.
En cuanto a miss Kenton, creo recordar que la tensión creciente que reinó aquellos días en la casa tuvo sus efectos sobre ella. Recuerdo, por ejemplo, el día que me la encontré en el pasillo de servicio. Este pasillo, cuya función es servir de espina dorsal a las habitaciones del servicio, era un lugar bastante sombrío por la poca luz que iluminaba la considerable longitud que ocupaba, e incluso los días de sol estaba tan oscuro que cruzarlo era como atravesar un túnel. Aquel día, de no ser por el ruido de pasos que oí acercarse hacia mí retumbando en la madera del suelo, no habría podido reconocerla basándome sólo en su figura. Al verla acercarse me detuve en uno de los pocos haces de luz que convergían contra el suelo y dije:
– ¡Ejem! Miss Kenton…
– ¿Sí, mister Stevens?
– No sé si debo recordarle que la ropa de cama del piso de arriba tiene que estar lista a más tardar mañana.
– Todo está preparado.
– Me alegro de que así sea. Es sólo que de pronto me he acordado.
Tras estas palabras, me dispuse a seguir mi camino, pero miss Kenton permaneció inmóvil. Dio un paso hacia mí, y la expresión de enojo que mostraba su cara quedó iluminada por un rayo de luz.
– No sé si sabe que tengo muchísimo trabajo y, desgraciadamente, no dispongo de un solo minuto para mí. Ya me gustaría disfrutar de todo el tiempo libre que, al parecer, tiene usted. Me pondría a dar vueltas por la casa recordándole cuáles son sus quehaceres.
– Está bien, miss Kenton, no hay razón para ponerse así. Sólo he querido estar seguro de que no se había olvidado de…
– Mister Stevens, ésta es ya la cuarta o quinta vez que quiere usted estar seguro en los últimos dos días. Me parece muy raro que pueda permitirse pasar tanto tiempo de un rincón a otro de la casa, molestando a los demás con sus comentarios gratuitos.
– Si de verdad cree que dispongo de mucho tiempo, es que, evidentemente, tiene una gran falta de experiencia. Confío en que durante los próximos años se forme usted una clara idea de lo que ocurre en una casa como ésta.
– Siempre está hablando de mi «gran falta de experiencia», pero nunca consigue encontrarme fallos. De otro modo, ya hace tiempo que me los habría echado en cara, sí, y no se andaría con rodeos. Ahora ya le he dicho que tengo mucho que hacer y le agradecería que no me siguiese por todas partes interrumpiéndome continuamente. Si dispone de tanto tiempo libre, haría mejor en pasarlo tomando un poco de aire fresco.